Resultados general

Encontrado en noticias

Encontrado en agenda

Encontrado en proyectos

Encontrado en publicaciones

Encontrado en equipo CPCE

Nada ha sido encontrado

Uncategorized

Sobre la violencia: usos y abusos del concepto a propósito de la Prueba de Selección Universitaria

21 / 01 / 2020

COMPARTIR PÁGINA

Columna de opinión del investigador Julio Labraña y Marco Bili en El Mostrador.

 

Lee la columna en el medio acá. 

La discusión sobre la violencia se ha convertido en un espectáculo dramáticamente común en los últimos meses. Tan común, que corremos el riesgo de acostumbrarnos a ella, a naturalizarla como un hecho normal, parte de nuestro cotidiano vivir. No ayuda que todo el mundo parezca invocar la violencia para describir todo tipo de circunstancia, poniendo así en un mismo plano hechos que nunca se debiesen confundir y de esta manera impidiendo reflexionar profundamente sobre las consecuencias que la violencia está llevando para nuestra sociedad. En efecto, llamamos violentos a quienes impiden a sus compañeros dar la Prueba de Selección Académica; llamamos violentos a quienes saquean, incendian y agreden las fuerzas policiales; y los designamos también como violentos cuando bloquean una calle o piden un ‘peaje’ -o un baile- para pasar; igualmente señalamos que las fuerzas policiales son violentas cuando disparan lacrimógenas y balines en los manifestantes, y las denominamos violentas cuando abusan de los detenidos; incluso consideramos violentas las desigualdades e injusticias a la que nuestra sociedad nos enfrenta, haciendo comparables fenómenos drásticamente distintos entre sí.

Lo anterior no debe extrañar. La violencia es un concepto escurridizo, difícil de delimitar. El problema es que este uso laxo del concepto facilita su abuso para fines políticos, e incluso para justificar el uso de más violencia. ¿Cuántas acusaciones de fascismo hemos leído en los últimos meses en relación con las acciones de manifestantes y estudiantes? Por eso, con este escrito esperamos, si no delimitar precisamente la violencia, sí dar algunas pistas para distinguir una violencia de otra y aclarar qué tipo de responsabilidad va anclada a sus utilizaciones.

Valga aclarar, para empezar, que un acto violento no requiere que se cumpla el propósito de ejercer violencia: si alguien tira una piedra y falla en su mira, su acción seguiría considerándose violenta: la violencia inepta es igualmente violenta que la violencia competente. Sin embargo, una mayor capacidad de ejercer con éxito la violencia sí produce una mayor responsabilidad en quien goza de ella: cuando un ejército entrenado se enfrenta a una turba con armas improvisadas, ambos están actuando en forma violenta, pero esperamos del primero, en razón tanto de su superior fuerza y habilidad como de su grado de profesionalización, una mayor contención y focalización de la violencia, que no deberíamos pedirle a la segunda. Violentistas y policías son igualmente violentos cuando se enfrentan, pero no son igualmente responsables por el modo en que usan esa violencia.

Tampoco requiere la violencia, por lo general, que se ejerza fuerza o coerción física sobre otra persona. Existen muchos actos que no cumplen con esa condición, pero no dejarían de considerarse violentos. La violencia psicológica es un ejemplo de ello: una persona que humille y maltrate verbalmente a otra persona, sobre todo cuando es sicológicamente frágil y/o incapaz de responder substraerse al abuso, es sin duda violenta. Pero, además, como nos enseñó el sociólogo francés Pierre Bourdieu, la violencia se puede actuar de una manera ‘simbólica’ cuando actúa de manera indirecta, valiéndose de y a la vez reproduciendo una relación de poder o dominación entre quien la ejercer y quien la sufre. Claro está que tampoco sería justo poner violencia física y simbólica en el mismo plano: la segunda no ejerce violencia, sino la simboliza: pero en la medida que el símbolo sea aceptado como real la violencia actúa para todo efecto como una coerción.

De esa manera, cuando grupos organizados hacen imposible que sus compañeros puedan dar la Prueba de Selección Universitaria, a pesar de sus intenciones, están cometiendo un acto violento. No se requiere, en este caso, que los primeros agredan físicamente a sus compañeros ni que los estén explícitamente amenazando: basta, en efecto, que exista una clara disparidad de fuerza entre dominador y dominado que resulte en que quienes dan la prueba no puedan hacerlo a pesar de sus planes. Ciertamente, existen felices coincidencias en que ellos apoyan a los manifestantes y, a pesar de no participar directamente de estas movilizaciones, coinciden en estos medios, pero esta sincronía –por la extensión de las protestas– no puede presuponerse en todas las circunstancias. Un razonamiento análogo puede hacerse por el ’quien baila pasa’ y otros varios sucesos que han marcado este estallido social.

Así, estos actos son violentos, pero no son, como algunos políticos quisieron sugerir, ‘fascistas’: esto porque el fascismo es un sistema de normas sociales arraigado en instituciones políticas que glorifican la violencia como una forma de dar orden a la sociedad y sistemáticamente reprimen los derechos de quienes ésta considera indeseables. Las agrupaciones de estudiantes secundarios que participaron en el boicot de la PSU no tienen estas instituciones, ni esa fuerza, ni esa sistematicidad: es más bien parecido al bullying, una forma por medio de la cual quien no es realmente poderoso busca hacerse a sí mismo tal, aunque fuese por un día, ante que un modelo de organización de la política.

Por otra parte, lo que sí requiere la violencia es algún grado de intencionalidad por parte de quien la ejerce: en términos positivos, esto significa que una conducta es tanto más violenta cuanto más evidente es la intención de producir daño: es violento disparar a una turba desde lejos pero no es igualmente violento que dispararle a alguien desde centímetros de distancia, y es más violento aún torturar a violar una víctima indefensa en la oscuridad de un cuartel. A su vez, la condición de intencionalidad implica que, si alguien resulta herido por razón de alguna conducta poco cuidadosa o inconsciente del otro, éste no podrá llamarse una persona violenta. En efecto, cuando un conductor atropella a un transeúnte por conducir borracho, su conducta será sin duda reprochable, pero no violenta, independiente de lo que le ocurra a la víctima. Esto no significa que el conductor no pueda considerarse responsable de sus acciones y ser castigado por ella: pero el castigo no deriva de su intencionalidad de producir daño, sino más bien, del no haber tomado las debidas precauciones en ejercer una conducta que él sabía acarrearía obvios riesgos (conducir).

Por esto, no es ni provechoso ni útil llamar a ‘violentas’ las inequidades que la Prueba de Selección Universitaria (¡sin duda!) contribuye a reproducir: que alguien no pueda acceder a la educación superior como consecuencia de no haber tenido a su disposición las necesarias posibilidades de aprendizaje y que el sistema de admisión no sea capaz de reconocer estas diferencias es absolutamente injusto y reprochable y por ello será necesario actuar –en esto radica la justicia de las movilizaciones actuales– más no responde a la intención violenta de nadie, sino más bien, a la indiferencia del sistema hacia su dolor. La indiferencia puede a menudo ser más cruel que la violencia misma: la indiferencia no discrimina, no busca hacer el mal, pero tampoco le interesa cuanto mal produce. La organización de nuestra economía, nuestra política, nuestra salud y, especialmente, nuestra educación se ha vuelto crecientemente indiferente hacia las consecuencias que producen en la gente. Eso nos debe causar preocupación, debe invitarnos a la acción. Pero no hay ninguna mente violenta detrás que podamos culpar o responsabilizar. La mayoría de los reyes fueron ya decapitados: no existe hoy ningún equivalente cuya eliminación garantice la transformación de la sociedad, pese a que distintos nombres sean referidos por los más revolucionarios, en una compleja mezcla de transferencia sicológica y simplificación del cambio.

Un último punto importante al reflexionar sobre la violencia es el rol del Estado: siguiendo a Max Weber, el Estado es quien ejerce el monopolio de la violencia. Esto ha dejado de ser cierto en la actualidad. La violencia parece surgir de todos lados sin que el Estado sea capaz de controlarla. Y no solo porque el Estado no logra reprimir a los violentistas, sino porque sus fuerzas policiales, así como la violencia que ellas ejercen, no parece regirse por los criterios profesionales que de ellas se esperan. La violencia ya no se ejerce regulada por leyes transparentes, conocidas por las partes y promulgadas por procedimientos democráticos, por lo que se vuelve una violencia arbitraria, desnuda, sin riendas, disponible a todo quien quiera hacer uso de ella. Una violencia de este tipo es capaz de reproducirse a sí misma, ahí donde quien sufre violencia (ya sea manifestante o carabinero) se va a haber más justificado, y más motivado, a ejercer violencia y a organizarse a la espera de recibirla. Hoy, el Estado, y el Gobierno como su voz, han fallado en su responsabilidad de mantener la línea que divide la violencia legítima de la ilegítima. Las descuidadas declaraciones de políticos de derecha e izquierda que insisten en comparar las violentas acciones que resultaron en la imposibilidad de dar la Prueba de Selección Universitaria con el fascismo o la violación de los derechos humanos de los manifestantes a un mantenimiento del orden, difuminan aún más esa línea y abren paso a una sociedad más violenta.