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Una guerra de sombras: Piñera y el estado de crisis

29 / 10 / 2019

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Columna de opinión de Julio Labraña, Investigador asociado del Centro de Políticas Comparadas de Educación UDP, en El Mostrador. 

Hay una práctica común en todo líder en apuros extraordinarios: atribuir la responsabilidad de sus pesares a un enemigo poderoso, firmemente articulado y que tiene por único propósito desestabilizar su posición. Es poco lo que se puede hacer frente a este enemigo. Si bien su amenaza parece en un principio venir de fuera, con el paso del tiempo ésta se hace cercana, convirtiendo a contactos confiables en enemigos. La infección se extiende, piensa el líder, el enemigo está ya en el hogar y toda acción adquiere una necesidad inmediata, urgente.

Retóricas similares aparecen frecuentemente en la historia. Una de las más recientes es la histeria del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ante una posible conspiración del “deep state” para acabar con su administración. Este enemigo se extiende por medios de comunicación, partidos políticos (¡incluso el propio!) y distintos representantes nacionales e internacionales. Ejemplos de décadas anteriores, ciertamente más graves, la ofrecen Hitler y Stalin que, en sus momentos finales, fueron también presos de una desconfianza radical respecto de sus antes cercanos y de la tentación de explicar sus pesares por un agente difuso e invencible. Para Chile resulta difícil no pensar en el Plan Z y la amenaza de establecer la dictadura del proletario como un ejemplo de esta tendencia.

Del mismo modo, el presidente Piñera no se da cuenta que está enfrentando una crisis producto de las desigualdades y exclusiones cuya existencia resulta cada día menos justificable, sino que en cambio aspira a presentarse como el último baluarte en la “guerra contra un enemigo poderoso”. Este Gran Otro se manifiesta, para su Ministro del Interior, en una “escalada organizada para causar un grave daño a nuestro país y a la vida de cada uno de los ciudadanos” que, como expresa con temor la Primera Dama en privado, tiene por intención nada menos que “romper toda la cadena de abastecimiento, de alimentos, incluso en algunas zonas el agua, las farmacias”. Esta narrativa ofrece una rápida simplificación de una situación compleja y, al mismo tiempo, ofrece una línea de acción clara para la toma de decisiones.

Cabe destacar que esta tentación por la adopción de narrativas simplificadoras no es exclusiva del gobierno. Para los movimientos sociales de distinto cuño que protagonizan las protestas el Gran Otro es representado por el modelo neoliberal, acusado de ser motor no de desarrollo, sino de toda desigualdad, todo malestar, toda degradación ambiental, todo privilegio y toda corrupción. Para esta narrativa, la promesa de progreso y bienestar articulada por los sostenedores del modelo neoliberal es una invención retórica dirigida a legitimar los abusos de unos pocos. Por lo cual, derrocar este modelo y sus elites económicas y políticas se describe como el camino para abrir las puertas para un Chile mejor y más justo.

Alrededor de esta contra narrativa se articula una protesta que, precisamente por tener una convicción compartida, no requiere de una organización formal. Pero para el Ejecutivo y las élites que este representa, incapaces de entender que el mundo de creencias que en los años fueron construyendo y que terminaron creyendo ha dejado de ser convincente para los demás, pero bien conscientes de cómo la contra narrativa emergente significa un ataque a sus privilegios, evocar la existencia de una tal organización termina siendo quizás la explicación más plausible. Emerge de este modo el Gran Otro, el enemigo poderoso y organizado que aterroriza hoy en día al gobierno de Piñera.

La consecuencia de esta guerra de sombras es la tendencia a extremar y polarizar las perspectivas: primero que todo la del Ejecutivo ensimismado en una guerra contra su Gran Otro, pero también aquella de los protestantes, no dispuestos a ningún compromiso con los que ven esencialmente como abusadores y represores. La bajada de fuerzas militares a la calle radicaliza aún más esta posición, puesto que, para muchos, aquello implica ‘retroceder el reloj a 1973: otras sombras, más siniestras y nunca olvidadas, dan nueva fuerza -y nueva unidad- al movimiento, que a la lucha por la igualdad suma ahora también la defensa de una libertad que se siente crucialmente amenazada.

Con eso, se restringe el espacio para un diálogo constructivo en pro de una reforma que supere los reduccionismos de la narrativa neoliberal sin paralizar el país en un tira-y-afloja permanente (a todo desmedro de la población común y sus necesidades) ni conducir a una escalamiento de la violencia. En este contexto, quizás el riesgo mayor de la situación actual es que, frente al Gran Otro que construyeron para sí, los miembros de la actual élite dirigente reaccionen como animales acorralados, incompetentes por escucharla y canalizarla institucionalmente, incapaces de huir sin perder todo lo que ellos creen haber ganado y que otros le acusan de haber robado, sin otra opción que luchar: animales acorralados, sí, pero (¡detalle importante!) con el monopolio de la violencia de la nación, y con cada día menos que perder y menos escrúpulos para usarla pues, en su visión de mundo, este enemigo extraordinario requiere también de medidas extraordinarias.